Autor : Quadrelli Silvia
Editora en Jefe - Revista argentina de medicina respiratoria Editor in chief - American Review of Respiratory Medicine
Correspondencia : Silvia Quadrelli silvia.quadrelli@gmail.com
En 1983 Jorge Luis Borges publicó el que sería su último libro de relatos. El volumen se llamaba La memoria de Shakespeare y contenía 4 cuentos, uno de los cuales llevaba precisamente ese nombre. En ese relato, Borges imagina un tal profesor Soergel, un alemán estudioso de la literatura que, según él mismo dice, había dedicado su vida “no menos incolora que extraña, a la busca de Shakespeare”. En un turbador e inesperado encuentro, un erudito inglés (Daniel Thorpe) le ofrece a Soergel un don mágico y precioso: hacer suya la memoria de Shakespeare, desde los días más pueriles y antiguos hasta los del final de su vida. Soergel adivina que la propuesta incluye riesgos, pero acepta de inmediato y concluye: “Fue como si me ofrecieran el mar”. El lector puede preguntarse qué puede esto tener que ver con una revista médica. Esta editora piensa que mucho. Y es que lo que esta revista intenta es prevenir, justamente, las consecuencias de lo que Borges describe tan melancólica como magistralmente. Una vez que aceptó recibir la memoria de Shakespeare, Soergel, de a poco, empezó a recordar: un rostro, una melodía muy simple que no había oído nunca, algunos versos griegos y latinos, y progresivamente dichas y desventuras del mismísimo Shakespeare. Al cabo de un mes, la memoria del muerto arrasó su propia memoria, lo habitó y lo atravesó sin control, fue desalojando sus propios recuerdos. Después de una semana de “curiosa felicidad”, con tristeza primero, con desesperación después Soegrel se dio cuenta de que ese “capital” de memoria recibida no alcanzaba para llegar a la grandiosidad de Shakespeare, ni siquiera para ser su mejor biógrafo “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que estas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable”. Sumado a esta dolorosa decepción, nuestro erudito se da cuenta de que en la medida en que va adquiriendo la memoria de Shakespeare, olvida sus propios recuerdos, sus orígenes, su propia lengua, sus rutinas cotidianas. Y empieza a tener miedo de perder la razón. Hermann Soergel recibe la memoria agobiante de un otro que no se ausenta jamás y expone su fracaso: está totalmente incapacitado para contrarrestar esa invasión de deseos extraños y ajenos. Es dominado, hasta deshacerse en ella, por una memoria que le es ajena y que le roba su propia identidad. En realidad, el cuento se inicia con la expresa devoción de Hermann Soergel por llegar a ser Shakespeare: “Hay devotos de Goethe, de las Eddas y del tardío cantar de los Nibelungos; Shakespeare ha sido mi destino”. Devoción sin duda compartida por Daniel Thorpe quien, en realidad, había deseado ser él el mismo el genio de Stratford, pero sólo alcanzó a escribir: “una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias”. El resto es la descripción del penoso descubrimiento de que esa herencia de recuerdos no le alcanzó (ni a uno ni a otro) y que la única consecuencia que tuvo para Soergel fue robarle su propia identidad. Su problema ahora no era querer recordar, sino no poder olvidar, no poder desprenderse del hechizo de querer ser quien no era, de esa ambición insensata que lo oprimía sin tregua, pero que nunca se materializaría en ser ese otro. A los médicos argentinos (al menos hasta donde me permite saber la ligereza de mi ignorancia) no nos ha sido regalada la memoria de Shakespeare. Pero la revolución informática ha hecho que, todos aquellos que quieran, accedan a la producción (¿a la memoria?) de los grandes centros académicos del mundo. Y entonces leemos lo que hace el Mass General, el MD Anderson, la John Hopkins, el Bromptom Hospital, el Gustav Roussy, el Clinic de Barcelona. Y empezamos a pensar como piensa el Mass General, el MD Anderson, la John Hopkins, el Bromptom Hospital, el Gustav Roussy, el Clinic de Barcelona. Y empezamos, como si nos llevara la corriente que arrastraba a Soergel, a sentir que somos el Mass General, el MD Anderson, la John Hopkins, el Bromptom Hospital, el Gustav Roussy, el Clinic de Barcelona. Pero entonces, nos topamos con la inescrutable frustración de que las cosas no nos salen como les salen a ellos. Porque nuestros pacientes, nuestros recursos, nuestros tiempos y nuestras propias habilidades, no son las de los autores de quienes tomamos la memoria en decenas de artículos médicos y que transcurren sus días en esas veneradas instituciones a las que (como Soergel) en el fondo quisiéramos pertenecer. Asistimos desesperanzados, frustrados y enojados a la imperturbable realidad de que no sabemos ser norteamericanos, ni ingleses, ni franceses ni catalanes. Pero, como Soergel, ya tampoco somos Soergel. Y no sabemos ser argentinos. Nadie puede criticarnos. ¿Quién podría resistirse a la tentación de tener la memoria de Shakespeare? ¿Quién podría criticarnos por querer acceder y apoderarnos de la evidencia que producen los grandes centros académicos del mundo? Nada de eso es malo, todo lo contrario, simplemente, no es suficiente. Ricardo Piglia dijo alguna vez sobre este cuento de Borges: “Hermann Soergel es un oscuro académico alemán consagrado a la obra de Shakespeare, que recibe el inesperado don de su memoria personal. Pero su resultado es decepcionante, la memoria de Shakespeare lo aplasta, y sólo sirve para vanos fines eruditos. El don de poseer una memoria ajena se vuelve terrible cuando el heredero termina poseído por ella”. Soergel no era Shakespeare ni era Soergel. Nososotros no somos norteamericanos ni europeos, pero tampoco tenemos con qué ser argentinos. Soergel sólo pudo desprenderse de esta presencia aplastante, opresiva y en cierta forma alienante transfiriéndosela a otro. En un recurso bastante ingenioso, comenzó a hacer llamadas telefónicas al azar hasta que dio al fin con una voz culta de hombre y le dijo “¿Quieres la memoria de Shakespeare?” Y una voz incrédula replicó: “Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare”. Los médicos argentinos, no necesitamos perder esa memoria, podemos conservarla en tanto hagamos el esfuerzo de mantener nuestra identidad personal, de no permitir que esa memoria ajena nos disuelva y nos haga sentir extraños y nostálgicos en nuestra propia realidad. Y eso se hace construyendo nuestra propia memoria. Tener la memoria de las grandes instituciones médicas que nos ha sido regalada y es invalorable, pero construir de manera perseverante, modesta e indeclinable, nuestra propia experiencia. Nuestros propios datos, nuestra propia realidad, nuestro propio universo. Para que no dejemos de reconocernos a nosotros mismos. Contar nuestros casos, reunir nuestra experiencia, analizar nuestros datos, decirnos y decir: esto somos nosotros. Tenemos la memoria de Shakespeare, pero seguimos siendo Hermann Soergel. Sin renunciar a sacar provecho de lo que otros han hecho, hacer nosotros (como le gustaba decir a Roncoroni: con nuestras propias manos), explotar esa memoria como un recurso para ver qué podemos hacer con ella a partir de nuestra propia creatividad, con nuestros recursos, con nuestras limitaciones, con nuestras particularidades. Fue el mismo Borges quien (en la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz) le hizo decir al gaucho receloso de su historia: “Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro”. Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: “el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. La Revista siempre ha existido con ese único propósito. No competir con otras revistas más o menos prestigiosas. No ser un pasquín social donde se figura para ver y ser visto. Su razón de ser es dar la oportunidad (y quitar las excusas) de que todo grupo de trabajo se anime y se sienta responsable de mostrar su trabajo y, de esa manera decir “esto soy yo, esto es mi institución”. Ese ha sido y será siempre el motor de la Revista. Y a eso van dirigidos sus esfuerzos de crecimiento. Y hoy es parte de ese crecimiento, el conseguir que los Artículos Originales sean enteramente bilingües (español-inglés), sin cargo para los autores, como el primer paso hacia una Revista totalmente bilingüe. Esto permitirá no el parecerse más a otras instituciones, no el coquetear con el mundo angloparlante, sino el tener acceso a más revisores (al borrar la barrera del idioma), el ampliar la llegada de los artículos a un público más vasto y variado y, por ende, el generar más comentarios, más críticas, más interacciones. Llegar a más Shakespeares y a más Soergels que puedan ayudarnos a mejorar, a crecer, pero al mismo tiempo, a ser genuinamente nosotros mismos. Esto implica un enorme esfuerzo editorial, pero sobre todo, un gran esfuerzo económico. La Revista siempre ha sido superavitaria, pero este costo adicional puede (sobre todo si la Revista crece) hacer que los gastos de la Revista superen sus ingresos. Afortunadamente, la Comisión Directiva de la AAMR ha compartido la idea de que la producción científica (por modesta que sea) es una inversión a futuro y no un gasto y no sólo ha decidido ser solidaria en este riesgo financiero (en caso de que en algún momento la Revista tenga déficit), sino que ha estimulado y animado este proyecto de la manera más activa y entusiasta. Ese apoyo hoy permite que este número de la Revista ya esté registrado en su versión bilingüe Revista Americana de Medicina Respiratoria / American Review of Respiratory Medicine y todos sus artículos originales tengan su versión en inglés. Y sí, luego de muchas consultas y discusiones con Editores de otras publicaciones internacionales, nos hemos apropiado de un nombre que nos pertenece y del que no nos hacemos cargo del mal-uso que otros le den: representamos a varias sociedades de América y somos americanos. Este pequeño pero enorme avance de la Revista es fruto del esfuerzo y el entusiasmo de sus Editores, de su Secretaria de Redacción, de la AAMR pero, por sobre todo, de los autores, verdaderos protagonistas y propietarios de la Revista y refleja, sobre todo, las esperanzas en el futuro. Este entusiasmo y estas esperanzas pueden parecer (y de hecho lo están) muy locamente a contramano de la época, en tiempos en que pareciera no sólo haber un debilitamiento del apoyo a la ciencia nacional en todas sus formas, sino mas bien casi una militancia sistemática hacia la pérdida de la soberanía científica y tecnológica. En un momento en que el mensaje dominante pareciera ser “aquí no vale la pena hacer ciencia, aquí no se puede producir conocimiento”, la Revista y la AAMR arremeten con uno de sus proyectos más ambiciosos. Pero, volviendo a Borges y a Soergel “a medida que transcurren los años, todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carga de su memoria”. Y esta Editora sigue teniendo en su memoria, el recuerdo de ser una chiquilina de escuela primaria y que una de sus maestras inglesas (sobreviviente de los bombardeos de Londres) la zamarreara por los hombros (con una energía que hoy seguramente despertaría la protesta de muchos padres) y le hiciera repetir con ella lo que tiempo atrás le había hecho aprender de memoria “We shall go on to the end, we shall defend our island, whatever the cost may be. We shall fight on the beaches, we shall fight on the landing grounds, we shall fight in the fields and in the streets, we shall fight in the hills; we shall never surrender”. Ese discurso de Winston Churchill (que suena hoy aún más conmovedor con el ruido de fondo de aquellas malas trasmisiones de radio de 1940), pronunciado cuando la invasión nazi a Inglaterra parecía inevitable, no sólo sostuvo la voluntad de cientos de miles de ingleses pese a una derrota inminente (y previno que aquella chiquilina dejara los caballos después de alguna valla vergonzosamente derribada) sino que ha inspirado a miles y miles de obtusos perseverantes a creer que, no importa qué tan seguro parezca el fracaso, siempre, siempre, siempre, uno debe seguir intentándolo. Argentina parece periódicamente empeñarse en un camino de deterioro perverso que, como una enfermedad por brotes, la deja cada vez más debilitada. Todo parece indicar que lo sensato es aceptar que el destino de este país es el fracaso y que ya no vale la pena seguir haciendo el esfuerzo. Pero aquí está nuestro destino. No somos Shakespeare, somos Soergel. Nos queda sostener lo que tenemos con la esperanza de que las jóvenes generaciones, con mas fuerza, con menos decepciones, con menos prejuicios, puedan aprovechar ambas memorias y construir una Argentina mejor. De estas pequeñas victorias minúsculas, se compone esa gran construcción colectiva. Y como diría Aquiles Roncoroni: rendirse no es una opción.