Revista Americana de Medicina Respiratoria - Volumen 14, Número 1 - Marzo 2014

Editoriales

Relato de un náufrago

Autor : Silvia Quadrelli

Editora en Jefe, Revista Americana de Medicina Respiratoria

Correspondencia : E-mail: silvia.quadrelli@gmail.com

Hasta la llegada del movimiento de la medicina basada en la evidencia (EBM) en los años 80, la educación y la práctica médica se basaban en lo que algunos han llamado “el otro EBM” o sea, la medicina basada en la eminencia. Es decir, que los médicos tomaban decisiones sobre la base de lo que les habían enseñado sus “maestros”, sobre lo que opinaban los más prestigiosos (o más convincentes) de sus colegas o sobre lo que escribían ciertas figuras relevantes en forma de artículos de opinión.
Ya en los años 50 en Francia y Estados Unidos, comenzaron a producirse grandes transformaciones que, por un lado, presagiaban el ocaso de este modelo de práctica y de enseñanza y por otro, comenzaban a cimentar la relación entre la investigación clínica y la práctica asistencial. La creación en Francia del INSERM (Institut National de la Santé et de la Recherche Médicale) en 1964 redefine el perfil profesional del investigador clínico y las relaciones entre las ciencias básicas y la práctica clínica. Por otro lado, en Estados Unidos, una fuerte apuesta presupuestaria a la investigación médica produce el despegue del National Institute of Health (NHI) y luego del National Cancer Institute (NCI) generando el escenario para una investigación médica no limitada al laboratorio de ciencias básicas.
Estos cambios también tuvieron lugar en la Argentina, con raíces en investigadores como Taquini, Quirno, Pavlovsky, Pasqualini. Esas transformaciones se materializaron fundamentalmente a través de Alfredo Lanari que revolucionaría la medicina argentina con la creación de un modelo de integración de las actividades de asistencia y manejo de pacientes, inseparable de la investigación clínica, formación de nuevos investigadores y docencia de grado y posgrado. Esta nueva concepción promovió la investigación experimental y la clínica en simultáneo y generó el concepto, imposible de desterrar una vez implantado, de que cada conducta médica de la práctica diaria tenía que tener su fundamento en algo que hubiera sido demostrado experimentalmente.
Afortunadamente desde hace ya muchos años, ningún residente o médico en entrenamiento podría aceptar que se le pidiera que haga algo “porque aquí se hizo siempre así” o “porque el jefe lo dice”. Hoy, cada nuevo médico que ingresa a esta comunidad entiende que cada cosa que hace debe tener el respaldo de un dato. Pueden estar más o menos familiarizados con qué significa la medicina basada en la evidencia, pueden adherir o no completamente a sus principios (la EBM no está exenta de críticas), pueden o no ejercerla plenamente. Pero novicios y expertos están de acuerdo en que la investigación experimental es la única manera de generar conocimiento para una adecuada toma de decisiones. Por lo tanto, la investigación clínica no es un tema de nerds encerrados en un laboratorio, sino que juega un rol esencial en modelar nuestra práctica clínica de cada día y tiene una influencia definitiva en nuestra toma de decisiones y en el diseño de políticas públicas.
Por la mayor rigurosidad exigida a los ensayos clínicos y también por razones relacionadas con el mercado, la investigación clínica en las últimas tres décadas ha sido esencialmente “farmacocéntrica”. Necesariamente, este tipo de aproximación estará dictada por los intereses de las compañías patrocinadoras que pueden no ser los mismos intereses que los del público o la comunidad médica general. Los temas que no son de interés, porque no involucran el uso de drogas, o las enfermedades que son prevalentes en mercados con baja capacidad de consumo no serán un objetivo para la investigación financiada por la industria farmacéutica. Es conocida la paradoja del 90/10: el 90% de los recursos se destinan a tratar de resolver un 10% de los problemas de salud del planeta. Y viceversa: el 90% de las patologías sólo se benefician del 10% de los recursos disponibles para investigación. Las llamadas “enfermedades desatendidas” afectan a más de 1.200 millones de personas de todo el mundo y necesitan dejar de ser desatendidas. Todo esto enfatiza la necesidad de que la investigación independiente cubra la investigación para áreas que no serán abordadas por ensayos clínicos de la industria.
Por otro lado, un concepto básico de la metodología de la investigación, el de la validez externa, nos alerta sobre la posibilidad de que las conclusiones de estudios provenientes de grandes centros internacionales no sean necesariamente generalizables a nuestro país. Diferencias étnicas, diferencias de la tecnología aplicada, diferencias en los tiempos de accesibilidad al cuidado médico, diferencias de las múltiples variables confundidoras, diferencias en el nivel de expertise de los operadores. Muchos elementos (a veces evidentes y otras no tanto) pueden conspirar para que los resultados de prestigiosas investigaciones que leemos cada día no sean aplicables a nuestros pacientes, en nuestras instituciones, con nuestro sistema de trabajo y nuestras capacidades.
De todo esto se desprende la imperiosa necesidad de cualquier comunidad médica de crear conocimiento propio porque la hace crecer intelectualmente, porque le permite contribuir con su experiencia sistematizada, porque le aporta datos confiables que necesita para tomar decisiones en su práctica de cada día.
La decisión de involucrarse en investigación tiene una doble dimensión: individual y social.
Como individuos, respondemos a la necesidad de satisfacer nuestra propia curiosidad intelectual y de contribuir al crecimiento de nuestra institución y de nuestra sociedad. Charles Percy Snow, doctor en física de la Cambridge University, trabajó en física molecular durante más de 20 años, pero además escribió una secuencia de novelas que colectivamente se llamaron “Strangers and Brothers”. En una de ellas, que describe la vida y la política interna de un College de Cambridge, Snow hace recordar al personaje de un químico y físico ya anciano, sus días tempranos en la investigación en el laboratorio de Ernest Rutherford. El personaje describe cómo literalmente corrían hacia sus laboratorios cada mañana, en la excitación de ver cómo habían avanzado ese día sus descubrimientos. Ese apasionamiento, ese entusiasmo, esa ansiedad febril, no le son desconocidos a nadie que se haya iniciado en la investigación siendo joven y que no teme caer en el ridículo recordando esos años como si estuviera describiendo la escena del balcón de Romeo & Julieta. Sin embargo, es cierto que esa investigación totalmente desinteresada, guiada sólo por la pura curiosidad intelectual (a la que a veces se suele llamar la “blue sky research”), no siempre es posible. Y quizás no es siquiera deseable. Los temas de investigación elegidos están guiados por la factibilidad (de financiamiento, de recursos, de accesibilidad a los datos o en medicina a los casos), pero también debieran estar regidos por la necesidad de la comunidad de pertenencia. Pero aunque la elección de la temática de investigación no sea enteramente romántica, el entusiasmo y la pasión por saber más y más genuinamente de eso que se ha escogido no tienen porqué ser menos intensos. Alimentar y sostener la curiosidad intelectual a través del desafío permanente de crear conocimiento no es una utopía, es una realidad posible y deseable.
Pero, además, la investigación tiene una dimensión social, de la que somos parte. Jorge Aguirre (profesor emérito de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de Río Cuarto) suele decir que la soberanía no existe sin desarrollo científico, lo cual por obvio no deja de ser importante de recordar. Es verdad que esto implica la necesidad de crear políticas de Estado que generen el escenario imprescindible para un desarrollo “en serio” de la investigación en ciencia y tecnología. La pregunta es entonces, si en contextos que no son los más favorables debemos resignarnos o debemos intentar generar la investigación posible y realista a la que tenemos acceso.
Algunos piensan que hacer investigación en América Latina es una propuesta utópica y meramente voluntarista, que sencillamente no se puede. Otros creemos, como los náufragos, que si hay una manera segura de ahogarse es no intentar llegar a alguna costa. Casi todos los miembros de una sociedad desean sentirse orgullosos de ella porque saben que la representan y están representados en ella y no pueden denostarla o despreciarla sin proyectar esos juicios sobre sí mismos. Como decía Cioran “El orgullo de un hombre nacido en una pequeña cultura siempre está herido”. Si como personas y como comunidad social y académica, queremos ser tratados por los países desarrollados como iguales, no alcanza con repetir lo que ellos dicen con erudita precisión. Quejarnos con no importa qué grado de refinamiento o de sarcasmo, de las pobres condiciones académicas de nuestros países, no nos pondrá a salvo de ser reconocidos como parte de esa carencia. Nosotros somos miembros de ese desarrollo académico y mientras no nos vean hacer el máximo esfuerzo para revertirlo, nadie considerará que no somos responsables.
Crear conocimiento (y no sólo reproducir el que otros producen) es una responsabilidad de todo individuo que ha elegido desempeñarse en centros de gran desarrollo académico. El rol del centro médico académico (como preconizara Alfredo Lanari y declarara tan frecuente como enfáticamente Aquiles Roncoroni) incluye de manera irreductible e irrenunciable la investigación independiente.
Crear conocimiento genera muchos beneficios personales: entusiasmo por el trabajo bien hecho, satisfacción de la curiosidad intelectual, prestigio, crédito curricular. Es la única herramienta reconocida internacionalmente de legitimidad académica. Ningún miembro del mundo académico respeta a otro por “lo que opina” o por “su experiencia” sino por lo que muestra, por los datos que tiene para fundamentar esas opiniones. O como decía el famoso estadístico americano Edward Deming: “In God we trust; all others must bring data.” Por lo cual para aquellos que han elegido una carrera académica, el registro sistemático de su experiencia, expresado en la investigación, es un imperativo personal. Pero mucho más que eso, es una responsabilidad social. Y la legitimación de esa experiencia sistematizada se materializa en la publicación. Porque cuando una investigación es publicada, ha aceptado y ha superado la evaluación de pares. Ya no se trata de la opinión de un grupo de investigadores, sino que otros expertos han evaluado críticamente esos datos y han considerado que son válidos y que merecen ser publicados. Y es sólo cuando nuestras opiniones o aún nuestros datos son sometidos al escrutinio de pares, que se transforman en ciencia real. Por modesta que sea, pero es ciencia y es real.
La investigación clínica en Argentina (que es lo que esta Editora conoce) es posible. Por supuesto sólo crecerá y se hará de manera óptima y en gran escala cuando se generen políticas públicas que profesionalicen la investigación clínica independiente, quizás, cuando se repitan las condiciones de producción de los años 60. Pero esas políticas sólo surgirán cuando la comunidad médica genere una presión constante que haga sostenida la demanda. Y hasta tanto, al menos un buen número de instituciones están ya en condiciones de generar estudios epidemiológicos, observacionales o inclusive, experimentales de pequeña escala. El ingenio, la dedicación, la curiosidad y si se quiere el amor propio, son recursos más valiosos que el financiamiento a la hora de generar investigación clínica.
El trabajo de investigación es un trabajo colectivo. Un grupo de investigación genera datos, hipótesis, conclusiones. Pero su trabajo no está completo hasta que sus pares lo revisan críticamente y descubren sus sesgos, sus debilidades, sus lados inexplorados. No alcanza el esfuerzo (enorme) de aquellos que diseñaron y llevaron adelante una investigación. No alcanza la dedicación de un Comité Editorial destinado a hacer el trabajo de corrección y edición de los escritos. No alcanza con una sociedad científica que apoye logística y hasta financieramente las investigaciones. Si no hay una comunidad de pares que (participando o no en investigaciones similares) asuma su responsabilidad en la tarea colectiva de legitimar esos resultados a través del proceso de peer review, toda la cadena previa fallará. Una revista (cualquier revista) necesita revisores que asuman la responsabilidad que les toca en esta tarea enorme de desarrollar la investigación en Argentina y en América Latina.
Hacer que la medicina se acerque a la ciencia y que la investigación crezca en América Latina es una responsabilidad de todos. Y una responsabilidad que no deberíamos eludir.

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Mujer joven con afectación pulmonar bilateral y alteración de la conciencia

Autores:

Churin Lisandro
Ibarrola Manuel

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