Autor : Silvia Quadrelli
Editora en Jefe, Revista Americana de Medicina Respiratoria
Correspondencia : E-mail: silvia.quadrelli@gmail.com
Hasta la llegada del movimiento de la medicina basada en la evidencia (EBM)
en los años 80, la educación y la práctica médica se basaban en lo que algunos
han llamado “el otro EBM” o sea, la medicina basada en la eminencia. Es decir, que los
médicos tomaban decisiones sobre la base de lo que les habían enseñado sus
“maestros”, sobre lo que opinaban los más prestigiosos (o más
convincentes) de sus colegas o sobre lo que escribían ciertas figuras
relevantes en forma de artículos de opinión.
Ya en los años 50 en Francia y Estados Unidos, comenzaron a producirse grandes
transformaciones que, por un lado, presagiaban el ocaso de este modelo de
práctica y de enseñanza y por otro, comenzaban a cimentar la relación entre la
investigación clínica y la práctica asistencial. La creación en Francia del
INSERM (Institut National de la Santé et de la Recherche Médicale) en 1964 redefine el perfil profesional del
investigador clínico y las relaciones entre las ciencias básicas y la práctica
clínica. Por otro lado, en Estados Unidos, una fuerte apuesta presupuestaria a
la investigación médica produce el despegue del National Institute of Health (NHI) y luego del National Cancer Institute (NCI) generando
el escenario para una investigación médica no limitada al laboratorio de
ciencias básicas.
Estos cambios también tuvieron lugar en la Argentina, con raíces en investigadores como Taquini, Quirno, Pavlovsky, Pasqualini. Esas transformaciones se
materializaron fundamentalmente a través de Alfredo Lanari que revolucionaría
la medicina argentina con la creación de un modelo de integración de las
actividades de asistencia y manejo de pacientes, inseparable de la
investigación clínica, formación de nuevos investigadores y docencia de grado y
posgrado. Esta nueva concepción promovió la investigación experimental y la
clínica en simultáneo y generó el concepto, imposible de desterrar una vez
implantado, de que cada conducta médica de la práctica diaria tenía que tener
su fundamento en algo que hubiera sido demostrado experimentalmente.
Afortunadamente desde hace ya muchos años, ningún residente o médico en
entrenamiento podría aceptar que se le pidiera que haga algo “porque aquí
se hizo siempre así” o “porque el jefe lo dice”. Hoy, cada
nuevo médico que ingresa a esta comunidad entiende que cada cosa que hace debe
tener el respaldo de un dato. Pueden estar más o menos familiarizados con qué
significa la medicina basada en la evidencia, pueden adherir o no completamente
a sus principios (la EBM no está exenta de críticas), pueden o no ejercerla
plenamente. Pero novicios y expertos están de acuerdo en que la investigación
experimental es la única manera de generar conocimiento para una adecuada toma
de decisiones. Por lo tanto, la investigación clínica no es un tema de nerds encerrados en un laboratorio, sino
que juega un rol esencial en modelar nuestra práctica clínica de cada día y
tiene una influencia definitiva en nuestra toma de decisiones y en el diseño de
políticas públicas.
Por la mayor rigurosidad exigida a los ensayos clínicos y también por razones
relacionadas con el mercado, la investigación clínica en las últimas tres
décadas ha sido esencialmente “farmacocéntrica”. Necesariamente,
este tipo de aproximación estará dictada por los intereses de las compañías
patrocinadoras que pueden no ser los mismos intereses que los del público o la
comunidad médica general. Los temas que no son de interés, porque no involucran
el uso de drogas, o las enfermedades que son prevalentes en mercados con baja
capacidad de consumo no serán un objetivo para la investigación financiada por
la industria farmacéutica. Es conocida la paradoja del 90/10: el 90% de los
recursos se destinan a tratar de resolver un 10% de los problemas de salud del
planeta. Y viceversa: el 90% de las patologías sólo se benefician del 10% de
los recursos disponibles para investigación. Las llamadas “enfermedades
desatendidas” afectan a más de 1.200 millones de personas de todo el
mundo y necesitan dejar de ser desatendidas. Todo esto enfatiza la necesidad de
que la investigación independiente cubra la investigación para áreas que no
serán abordadas por ensayos clínicos de la industria.
Por otro lado, un concepto básico de la metodología de la investigación, el de
la validez externa, nos alerta sobre la posibilidad de que las conclusiones de
estudios provenientes de grandes centros internacionales no sean necesariamente
generalizables a nuestro país. Diferencias étnicas, diferencias de la
tecnología aplicada, diferencias en los tiempos de accesibilidad al cuidado
médico, diferencias de las múltiples variables confundidoras, diferencias en el
nivel de expertise de los
operadores. Muchos elementos (a veces evidentes y otras no tanto) pueden
conspirar para que los resultados de prestigiosas investigaciones que leemos
cada día no sean aplicables a nuestros pacientes, en nuestras instituciones,
con nuestro sistema de trabajo y nuestras capacidades.
De todo esto se desprende la imperiosa necesidad de cualquier comunidad médica
de crear conocimiento propio porque la hace crecer intelectualmente, porque le
permite contribuir con su experiencia sistematizada, porque le aporta datos
confiables que necesita para tomar decisiones en su práctica de cada día.
La decisión de involucrarse en investigación tiene una doble dimensión:
individual y social.
Como individuos, respondemos a la necesidad de satisfacer nuestra propia
curiosidad intelectual y de contribuir al crecimiento de nuestra institución y
de nuestra sociedad. Charles Percy Snow, doctor en física de la Cambridge University, trabajó en física molecular durante más de 20 años, pero además
escribió una secuencia de novelas que colectivamente se llamaron “Strangers and Brothers”. En una de
ellas, que describe la vida y la política interna de un College de Cambridge, Snow hace recordar
al personaje de un químico y físico ya anciano, sus días tempranos en la
investigación en el laboratorio de Ernest Rutherford. El personaje describe
cómo literalmente corrían hacia sus laboratorios cada mañana, en la excitación
de ver cómo habían avanzado ese día sus descubrimientos. Ese apasionamiento,
ese entusiasmo, esa ansiedad febril, no le son desconocidos a nadie que se haya
iniciado en la investigación siendo joven y que no teme caer en el ridículo
recordando esos años como si estuviera describiendo la escena del balcón de
Romeo & Julieta. Sin embargo, es cierto que esa investigación totalmente
desinteresada, guiada sólo por la pura curiosidad intelectual (a la que a veces
se suele llamar la “blue sky research”),
no siempre es posible. Y quizás no es siquiera deseable. Los temas de
investigación elegidos están guiados por la factibilidad (de financiamiento, de
recursos, de accesibilidad a los datos o en medicina a los casos), pero también
debieran estar regidos por la necesidad de la comunidad de pertenencia. Pero
aunque la elección de la temática de investigación no sea enteramente
romántica, el entusiasmo y la pasión por saber más y más genuinamente de eso
que se ha escogido no tienen porqué ser menos intensos. Alimentar y sostener la
curiosidad intelectual a través del desafío permanente de crear conocimiento no
es una utopía, es una realidad posible y deseable.
Pero, además, la investigación tiene una dimensión social, de la que somos
parte. Jorge Aguirre (profesor emérito de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de Río Cuarto) suele decir que la
soberanía no existe sin desarrollo científico, lo cual por obvio no deja de ser
importante de recordar. Es verdad que esto implica la necesidad de crear
políticas de Estado que generen el escenario imprescindible para un desarrollo
“en serio” de la investigación en ciencia y tecnología. La pregunta
es entonces, si en contextos que no son los más favorables debemos resignarnos
o debemos intentar generar la investigación posible y realista a la que tenemos
acceso.
Algunos piensan que hacer investigación en América Latina es una propuesta
utópica y meramente voluntarista, que sencillamente no se puede. Otros creemos,
como los náufragos, que si hay una manera segura de ahogarse es no intentar llegar
a alguna costa. Casi todos los miembros de una sociedad desean sentirse
orgullosos de ella porque saben que la representan y están representados en
ella y no pueden denostarla o despreciarla sin proyectar esos juicios sobre sí
mismos. Como decía Cioran “El orgullo
de un hombre nacido en una pequeña cultura siempre está herido”.
Si como personas y como comunidad social y académica, queremos ser tratados por
los países desarrollados como iguales, no alcanza con repetir lo que ellos
dicen con erudita precisión. Quejarnos con no importa qué grado de refinamiento
o de sarcasmo, de las pobres condiciones académicas de nuestros países, no nos
pondrá a salvo de ser reconocidos como parte de esa carencia. Nosotros somos
miembros de ese desarrollo académico y mientras no nos vean hacer el máximo
esfuerzo para revertirlo, nadie considerará que no somos responsables.
Crear conocimiento (y no sólo reproducir el que otros producen) es una
responsabilidad de todo individuo que ha elegido desempeñarse en centros de
gran desarrollo académico. El rol del centro médico académico (como preconizara
Alfredo Lanari y declarara tan frecuente como enfáticamente Aquiles Roncoroni)
incluye de manera irreductible e irrenunciable la investigación independiente.
Crear conocimiento genera muchos beneficios personales: entusiasmo por el
trabajo bien hecho, satisfacción de la curiosidad intelectual, prestigio,
crédito curricular. Es la única herramienta reconocida internacionalmente de
legitimidad académica. Ningún miembro del mundo académico respeta a otro por
“lo que opina” o por “su experiencia” sino por lo que
muestra, por los datos que tiene para fundamentar esas opiniones. O como decía el famoso estadístico
americano Edward Deming: “In God we
trust; all others must bring data.” Por lo cual para aquellos que han elegido una carrera
académica, el registro sistemático de su experiencia, expresado en la
investigación, es un imperativo personal. Pero mucho más que eso, es una
responsabilidad social. Y la legitimación de esa experiencia sistematizada se
materializa en la publicación. Porque cuando una investigación es publicada, ha
aceptado y ha superado la evaluación de pares. Ya no se trata de la opinión de
un grupo de investigadores, sino que otros expertos han evaluado críticamente
esos datos y han considerado que son válidos y que merecen ser publicados. Y es
sólo cuando nuestras opiniones o aún nuestros datos son sometidos al escrutinio
de pares, que se transforman en ciencia real. Por modesta que sea, pero es
ciencia y es real.
La investigación clínica en Argentina (que es lo que esta Editora conoce) es
posible. Por supuesto sólo crecerá y se hará de manera óptima y en gran escala
cuando se generen políticas públicas que profesionalicen la investigación
clínica independiente, quizás, cuando se repitan las condiciones de producción
de los años 60. Pero esas políticas sólo surgirán cuando la comunidad médica
genere una presión constante que haga sostenida la demanda. Y hasta tanto, al
menos un buen número de instituciones están ya en condiciones de generar
estudios epidemiológicos, observacionales o inclusive, experimentales de
pequeña escala. El ingenio, la dedicación, la curiosidad y si se quiere el amor
propio, son recursos más valiosos que el financiamiento a la hora de generar
investigación clínica.
El trabajo de investigación es un trabajo colectivo. Un grupo de investigación
genera datos, hipótesis, conclusiones. Pero su trabajo no está completo hasta
que sus pares lo revisan críticamente y descubren sus sesgos, sus debilidades,
sus lados inexplorados. No alcanza el esfuerzo (enorme) de aquellos que
diseñaron y llevaron adelante una investigación. No alcanza la dedicación de un
Comité Editorial destinado a hacer el trabajo de corrección y edición de los
escritos. No alcanza con una sociedad científica que apoye logística y hasta
financieramente las investigaciones. Si no hay una comunidad de pares que
(participando o no en investigaciones similares) asuma su responsabilidad en la
tarea colectiva de legitimar esos resultados a través del proceso de peer review, toda la cadena previa
fallará. Una revista (cualquier revista) necesita revisores que asuman la
responsabilidad que les toca en esta tarea enorme de desarrollar la
investigación en Argentina y en América Latina.
Hacer que la medicina se acerque a la ciencia y que la investigación crezca en
América Latina es una responsabilidad de todos. Y una responsabilidad que no
deberíamos eludir.